Reportaje titulado “San Juan de Puerto Rico” publicado en Madrid en la revista Blanco y Negro el 25 de noviembre de 1965. El texto es de Angel Lázaro y las fotografías son de Jaime Pato. Ilustrado con 17 fotos a color, presenta una visión muy interesante del San Juan de la década de 1960 desde la óptica de España.

Incluimos las imágenes de todas las páginas de éste reportaje. Además, reproducimos el texto de las páginas bajo cada imagen para facilitar su lectura.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, p. 59

Textos: Angel LAZARO
Fotografías: Jaime PATO

SAN JUAN DE PUERTO RICO

¡Viejo San Juan de Puerto Rico! ¿Estamos en Cádiz, en el Puerto de Santa María? ¿Estamos en La Habana, tan semejante a Cádiz también? El Morro de San Juan es hermano del que guarda la bahía habanera y la de Santiago de Cuba, y los tres son historia española y americana —hispanoamericana— del 98, cuando España se iba oficialmente de sus provincias ultramarinas, pero dejaba en ellas sangre, espíritu y piedra perdurable. Perdurable en las fortalezas y en la ciudad que las fortalezas defendían, arquitectura castrense y arquitectura urbana, el alma civil y el arma al brazo para defender de holandeses e ingleses —piratas en ocasiones— lo que se había fundado con cimientos —con raíces— que el indio hispánico Rubén Darío había de consagrar así:

«¡lnclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!»

¡Qué verso admirable para comenzar cualquier lección sobre el Descubrimiento y la colonización de lo que hoy es América! Acaso lo ignoren los profesores de Yale, que han desenterrado a los vikingos en un 12 de octubre; pero la profecía del nicaragüense que inventó la doble nacionalidad antes de que pensaran en ella las cancillerías, está en pie, no como un reto, sino como vaticinio y esperanza.

[Texto de la foto]

Viejo San Juan de Puerto Rico: esa albacara de su fortaleza; ese espolón que es como una proa en las rutas atlánticas que surcaron las naves del Almirante en nombre de España. Permanece vivo no sólo el recuerdo; también idioma y estilo.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 60-61

LA CALLE Y EL PATIO

Como en nuestro Sur español, en el Viejo San Juan —de clima tan semejante al de Andalucía— la calle y el patio se corresponden. El balcón está pensado para que deje pasar la brisa, sin antepechos de cemento que la humedad y el moho ennegrecen y afean, y para ser adorno de la fachada, esa fachada que su dueño encala pensando en que ha de mirarla —como en el poema juanramoniano— el vecino de enfrente, nada más asomarse. Y por eso se recrea repintándola. Convivir la casa propia, gozando la intimidad hogareña, patriarcal casi, que es la característica del puertorriqueño esencial.

«iQué bonita calle!», dice en cada esquina el forastero que recorre San Juan. Y cuando se asoma a un patio, quisiera sosegar en él mientras el sol del mediodía convierte la palmera en una estrella vegetal. El pozo, de brocal a la moruna —y a la andaluza, por supuesto—, el aljibe, la noble arcada, hermana del soportal exterior, y la galería, prolongación de la sala, donde se puede hacer labor, leer un libro, dejar pasar el tiempo…

Patios de Sevilla, de Toledo; callejas gaditanas… Sabed que se os corresponde desde esta orilla, porque un día los que vinieron como navegantes y descubridores descubrieron que aquí se podía uno quedar —ayer y hoy— sin notar siquiera el cambio. Patio y calle, rejas, soportales y azoteas, cielo y brisa, clima humano y clima geográfico… No hay que olvidar que el conquistador pensaba en el conquistado al fundar la ciudad.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 62-63

AMBITO Y PERSPECTIVA

Por algo la estatua de Ponce de León sigue aquí, en esta bella plazoleta, frente al mar, próxima a la catedral y el convento, cuidando de que las alambradas de las bases U.S.A. se mantengan discretamente a distancia para no destruir el semblante y la noble arquitectura de la ciudad.

El puertorriqueño de hoy no sólo mira su San Juan como un legado de los abuelos, sino que defiende y rescata con la restauración cuando es necesario su ciudad, este viejo San Juan, más nuevo, en cierto modo, que ese flamante hotel con piscinas donde se aloja el turista, atraído por el viejo San Juan precisamente.

El jíbaro, que, como en los versos de Llorens, viene del campo a San Juan, se apoya en la fortaleza, mirando al mar, igual que ese policía urbano, pero reservándose todavía, a pesar de la perspectiva de Nueva York, su derecho a la insularidad:

«Llegó un jíbaro a San Juan,
y unos cuantos pitiyanquis
lo atajaron en el parque,
queriéndolo conquistar…»

No hay conquista cabal si el conquistador no es, a su vez, conquistado. Lo sabía bien Cortés: para conquistar a México le era preciso casarse con la Malinche, es decir, la india doña Marina. ¿Quedan indios puertorriqueños? Sin duda alguna, y de muy pura y bella raza. Hay que ir al campo para verlos. Pero también se atreven a venir a la ciudad: «llegó un jíbaro a San Juan…»

Ponce de León no tiene nada contra el jíbaro, ni el jíbaro contra el fundador. Están bien los dos en su plazoleta: hay balcones y rejas muy bellos. Cierto que allá, junto a la orilla del mar, asoma el pabellón de cemento, la alambrada que prohíbe el paso; pero el hombre de Puerto Rico vuelve el rostro hacia donde ha visto durante siglos lo mejor que en su San Juan puede verse.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 64-65

SAN FELIPE Y LA CASA DE ESPAÑA

Puerto Rico no se había metido en nada. Pero en 1898, cuando la escuadra española fue hundida en Santiago de Cuba, la isla borinqueña, que ya había logrado su autonomía, fue también para el vencedor, como Filipinas… Cuba se salvó entonces por haberse negado España a venderla. España podía perder, no vender. Y perdió… ¿Perdió?

Aquí están las fortalezas como decretos —o como sonetos— y aquí está también el hombre español, conquistador ayer, emigrante hoy, con su Casa de España. Hay que anotarle al norteamericano una cosa: ha sabido conservar la fortaleza como un museo; ha cuidado con sumo celo de que nada español desapareciese en Puerto Rico, aunque durante muchos años la enseñanza no se haya podido ofrecer en nuestro idioma.

Estas piedras, este escudo son lenguaje de España; hay que inclinarse «con muchísimo respeto» ante quien lo ha tenido para salvar lo histórico. Esperemos que siga comprendiendo lo histórico y lo humano de estos pueblos. Sobre estas bases se puede dialogar en Puerto Rico y en otros lugares, incluso en el archipiélago filipino, donde el idioma español fue puesto también en cuarentena después del 98.

Hablando se entiende la gente, sí; pero cada cual hablando en su entrañable lengua. Para que en esta lengua madre la clara historia quede.

Historia pasada, presente y futura: los fuertes de San Felipe y de San Cristóbal y la Casa de España.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 66-67

TERRAZAS, PISCINAS, CAMPOS DE TENIS…

Este San Juan, fundado en 1508 por Ponce de León, español alucinado, de los que van siempre buscando una florida fuente de la eterna juventud, tiene hoy campos de tenis, piscinas, hoteles modernísimos, orilla misma del mar que ciñen las fortificaciones filipinas, las murallas ilustres que recuerdan Avila y saludan a Cartagena de Indias en testimonio de hermandad con los que trajeron hasta estas playas la civilización cristiana y occidental.

En vano los gigantes quieren derribar por tierra a don Quijote. Don Quijote está allí como hace siglos, en aquel castillo de San Jerónimo, fortín más que castillo (también al Caballero manchego le parecía castillo la venta), capaz de defender la primitiva ciudad contra el pirata, el invasor de cualquier clase. Imaginemos al centinela en lo alto de la explanada, atalayando el mar y echando a volar el pensamiento hacia el rincón distante: España. ¿Dónde está España cuando ahora se disputan estos territorios ideologías exóticas y potencias internacionales? Si resucitase el centinela aquél, tal vez diese un golpe con el cuento de su lanza al pie de la almena: «¿No tengo voz ni voto en la disputa?»

Se está muy bien en la terraza del Caribe Hilton contemplando a las sirenas de las piscinas; se distrae la nostalgia de la otra ribera —porque hay las dos nostalgias: aquí, la de allá, y allá la de España—, viendo jugar al tenis, o tomando un baño de sol; pero poco a poco, a medida que se acerca la noche, piscina, terraza y graderío se irán quedando solitarios: la gente se recluye en los lujosos comedores y, naturalmente, en los hogares, después del asueto en que el puertorriqueño medio tiene acceso a la misma playa que el millonario turista. Entonces os quedáis solos. Es el instante de la meditación.

Atardecer antillano. Turbulencias del Caribe, agitado no sólo por los elementos, ese ciclón que periódicamente sacude sus palmares; se desatan otras tempestades que han traído las guerras y las revoluciones, o que latían en el fondo de la pobreza, de la miseria, de lo que vagamente se llama subdesarrollo para no llamarle injusticia social, desamparo de la humana criatura.

El fortín español al fondo. ¿Qué idea trajo a estas tierras aquel hombre que ahora creemos ver resucitado por obra de las sombras crepusculares, sentado al frente al ocaso maravilloso de este trópico antillano? La idea cristiana.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 68-69

CONTRASTES DE SAN JUAN

No todo es primor, color y confort en el viejo y nuevo San Juan; nos encantan las viejas calles del Cristo, de la Fortaleza, de la Capilla y el patio que el señor Gobernador ha de atravesar para salir de su mansión; pero ¡ay!, no podemos cerrar los ojos a lo que parece suburbio, a lo que es arrabal dentro de la ciudad, en su costado mismo: la casucha de madera, el solar que se compadece con la chabola. Todos somos hijos de Dios: los que se bañan en las piscinas de los grandes hoteles —maravilla de ese cuerpo femenino que ha saltado desde el trampolín— y los que se bañan en la propia salsa de su pobreza.

El niño puertorriqueño que limpia los zapatos y vende maracas al turista, el niño que merodea por la antigua Plaza Real, entre televisores públicos, escuchando calipsos violentos que las comparsas de carnaval acompasan en bidones vacíos, bien sobre camionetas ambulantes o en medio de la antigua plaza, hoy profanada por un cajón de infame cemento, suscita en nosotros la ternura y la solidaridad, eso que se llama también fraternidad humana.

San Juan de los hoteles modernos, en contraste con el viejo San Juan de las bellas encrucijadas que acaricia la brisa —«barrio de los marineros», canta el verso en cada esquina— y a cuyos balcones creemos que va a asomarse de un instante a otro la puertorriqueña de talle de avispa, mientras en la sala donde se abanica una anciana suena una danza de Tavárez.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 70-71

PARQUE DE COLON Y CASTILLO DE SAN JERONIMO

¿Era genovés Colón? Que respondan desde La Rábida los frescos de Vázquez Díaz. Aquí está el Almirante, plantado en el parque donde el pitiyanqui de que nos habla el poeta Llorens abordó al jíbaro puertorriqueño. (Jíbaro en borinquen, guajiro en Cuba, campesino.)

Sentaos aquí en la noche. Tomad un helado de ahí mismo, de esa nevería que está en la cuesta que hace la plaza, donde os darán algo que os hará relamer de gusto, porque el helado en el trópico es la horchata en nuestro Levante. Colón autorizará de día y de noche esa tregua, esa delicia del sorbete. La plaza es toda para nosotros si somos gente trasnochadora. Es sábado, mañana no habrá labor; aprovechemos el fin de semana. Trasnochemos por hoy. Aquí está el Almirante… ¿Era usted genovés, don Cristóbal? ¡Qué importa! Lo que importa es que el mejor día no le desalojen a usted de su pedestal y pongan a cualquier otro descubridor que esté de acuerdo con los últimos descubrimientos…

Mañana haremos la excursión dominical al fortín-museo de San Jerónimo, y acodados en sus almenas pensaremos en aquellos españolitos que a mucha distancia de la patria defendían su pabellón, pensando en volver, salvo que dispusiera otra cosa la suerte, cuando llegase el asalto de invasores o de piratas, uno y lo mismo en ocasiones.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, pp. 72-73

CONVENTO, HOTEL, FORTALEZA

El antiguo convento ha sido metamorfoseado en hotel. Esta conversión al revés —lo sagrado en lo profano— puede perdonarse en gracia del arte con que ha sido realizada. Pudo pasar lo más lamentable: que el convento fuese derribado para construir un Banco o un moderno edificio de apartamentos. Si entramos en el club nocturno del Convento, quedaremos admirados. Asombrados después al pagar la cuenta en dólares.

Un cañón español es como un testimonio: por ese mar vinieron los hermanos que habían de arriar su pabellón siglos después y abandonar la fortaleza, pero dejando la humana huella de una estirpe.

Cambios, metamorfosis… Mas la Historia es, según la frase unamuniana, «el pensamiento de Dios sobre la tierra», y no puede cambiarse en lo esencial, aunque a veces algunos textos se empeñen en cambiarla caprichosa o tendenciosamente.

“San Juan de Puerto Rico” , revista Blanco y Negro, 25 de noviembre de 1965, p. 74

EL ROTULO EN CASTELLANO

¿Quién ganará la pelea? ¿El rótulo inglés, el míster o el señor, el balcón primoroso en su forja de· artesanía, o el bloque de cemento de los grandes almacenes y los grandes hoteles? Ese hombre puertorriqueño, de piel oscura, mestizaje de lo indígena y lo español, lleva un sombrero muy neoyorquino (en Nueva York hay miles y miles de puertorriqueños) y muy chévere, que es en puertorriqueño lo que en español llamaríamos muy castizo. «Camina como chévere», se dice en las Antillas del que anda marchosamente, con garbo.

Este puertorriqueño tiene garbo. Todavía por las calles del viejo San Juan se puede caminar con garbo, con cierta presunción y regodeo. En la Quinta Avenida lo haríamos con prisa; aquí la prisa está moderada por el clima humano y geográfico.

—Adiós, mi hermano.
—¡Ay, bendito!
—¿Cómo andas de chavos?

La calle puertorriqueña. El viejo San Juan criollo que no dimite de su personalidad.

Fuente: Lázaro, Ángel y Pato, Jaime (fotógrafo). “San Juan de Puerto Rico.” Blanco y Negro, núm. 2795, 25 de noviembre de 1965, pp. 59–74. (Este ejemplar forma parte de la colección GeoIsla).